lunes, 18 de abril de 2011

PREMIO "JUAN LUZIAN" 2010 DE NARRATIVA BONAERENSE

SILVIA GRACIELA FRANCO

(Castelar)

EL BISABUELO

Sonó el timbre, era el cartero. “Buen día, le dejo el boletín municipal”. “Gracias”, contesté; luego agregó “vea esa fotografía, a usted que le gustan… ”. “¡Cómo me conoce!, y claro, después de tantos años”, pensé, pero no dije nada. “Gracias”, volví a repetir, y bajé la mirada hacia la revista que me entregaba. En el Teatro de la Sociedad Italiana de Morón, la platea atestada de espectadores; las sillas acomodadas, una detrás de otra, todas ocupadas; damas y caballeros vestidos de gala esperando la función. Esos rostros, esa ropa… Leo el detalle. “Función de beneficencia en la Sociedad Italiana de Morón, año 1908. ¡Y, en segunda fila, estaba Luis Staffa, mi bisabuelo! ¡Increíble! Tuve que sentarme para no caerme al piso. Era sorprendente que regresara, desde el pasado, hasta la misma puerta de mi casa en Castelar, a más de cien años de distancia. Y digo esto, porque el paso del tiempo había cubierto con una nube las historias mamadas de pequeña, me había alejado involuntariamente de mis raíces, a pesar de la tradición oral recibida.

El bisabuelo siempre estaba presente, en los almuerzos familiares, en las festividades y en los velatorios. Mi abuela no hubiera permitido jamás que lo olvidáramos o desconociéramos su vida de leyenda; por eso, su retrato color sepia, enmarcado con detalle y perfección, colgaba de la pared del living en la casa de Liniers, y nos lo mostraba de cuerpo entero. Cabello entrecano, prolijo bigote tipo mostacho, mirada segura pero lejana, ojos muy claros, vistiendo el que quizá fuera su mejor o, tal vez, único traje dominguero; era, sin duda, un lujo para la época. No sabría decir con exactitud cuánto de lo que escuchábamos asombrados había sido real, pero lo cierto es que mi bisabuelo debió haber sido todo un personaje, digno de ser mencionado y evocado, para que su descendencia pudiera recordarlo, aún muchos años después de su desaparición física.

Y volvieron a mí el tejido y los puntos del crochet que me enseñaba mi abuela, el perfume de la salsa de tomate cocinándose, la vieja casa, los cuadros, las golosinas, la imagen de mi abuela narrando, y su voz… “Luis y María se conocían del pueblo. Ella era de una familia rica, y él sólo un campesino, pero se amaban…”

A mis ocho años esta historia no podía ser menos que fascinante. Mi imaginación la ubicaba próxima a la Verona de Romeo y Julieta, aunque en realidad había ocurrido en las cercanías de Nápoles, en una época difícil, de miserias, y en la que, además, debía seguirse el mandato paterno. Según éste, Luis no era el candidato elegido; no obstante, supo no resignarse. Como en la otra historia, se casaron, y luego, él dejó el pueblo para probar suerte en otra tierra desde donde llegaban bonanza y promesas. No se fueron juntos; la situación había empeorado, y no contaban con el dinero para dos pasajes. Se embarcó sólo, en tercera clase, con destino a Buenos Aires. No conocemos el nombre del barco, ni la fecha exacta, pero sí sabemos que la travesía se hizo larga. Rostros y ropa de toda Italia confluían, con la esperanza de hallar un mejor futuro. Robustos trabajadores como él, de ojos tristes, mujeres embarazadas, muchachas alegres, ancianos, muchachotes, obreros, campesinos, chicuelos, cargando sacos y valijas de todas las formas y tamaños, amuchados en las literas que les fueran asignadas; largas colas para embarcar y, luego, desembarcar cargados de incertidumbre y nostalgia, con cuidado de no alejarse demasiado de las pocas pertenencias, hijos, o amigos circunstanciales del viaje, a quienes no se deseaba perder, para no sufrir aún más la soledad. Luis no llevaba mucho equipaje, pero tenía el corazón lleno de amor. Y era valiente, porque lo había heredado de su padre que había peleado junto a Garibaldi por la unificación. Demasiada mochila para llevar tan lejos.

Pero, finalmente pudo. Por un tiempo, compartió con otros coterráneos una habitación en algún conventillo, hasta que pudo comprar su propio terreno en el barrio de Liniers, donde construyó su casa. Timoteo Gordillo 1041. Allí cultivaba y, con ansiedad, esperaba. Seguía en la distancia a los arrieros llevando el ganado rumbo al matadero y, también, tuvo el privilegio de ser testigo del paso del primer tranvía por el barrio.

Mientras tanto, María lo extrañaba; las comunicaciones eran lentas, recibía pocas noticias suyas y el peligro acechaba. En el pueblo había revueltas, incendios, problemas. Compartía sus días con su madre, ya que, para esa época, el padre había fallecido. Callaba, y la tristeza, de a poco, perforaba su alma. “Por fin, después de algunos años, Luis pudo enviarles algún dinero y los pasajes”, repetía mi abuela.

Del resto, sabemos que fueron parte de esos hombres y mujeres que dejaron su tierra para nunca más volver, y se me pone la carne de gallina. Porque pienso lo terrible que debe haber sido, el desarraigo y la desesperanza. Pero lo lograron; ayudaron a construir con sus propias manos un país y, seguramente, hicieron lo mejor que pudieron. Y, agradezco la perseverancia y paciencia de mi abuela que supo mantener vivo su recuerdo. Así fue que pude reconocerlo, y saber que un día del año 1908 él estaba allí, disfrutando de una función de gala en el Teatro de la Sociedad Italiana de Morón, ni más, ni menos.

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