domingo, 28 de noviembre de 2010

FLORILINDO

Testimonio gráfico de María Luján Ortega


Había una vez, un monstruo que vivía su monstruosa vida en un país muy lejano. Su nombre era Forilindo aunque de flor y de lindo no tenía nada. Más bien, Florilindo era feo, muy feo. Por eso todos, las nenas y los nenes de Jardilandia, se asustaban cuando lo veían. Los grandes se asustaban también pero hacían como si no, porque eran personas grandes y por supuesto, serias.

Florilindo era gordo como una vaca y petiso como una maceta. Tenía cara de pizza grande de muzza. El pelo le colgaba de lo alto de su cabezota como un plato lleno de tallarines a punto de desbordarse. Por supuesto, que como todo buen monstruo, este también tenía ojos de huevo duro y una boca repleta de dientes podridos. Siempre usaba un tapado todo roto y pantalones de hippie de los setenta. Florilindo caminaba como si siempre estuviese por caerse. Por suerte, nunca se caía porque tenía puestos sus zapatos de payaso: esos que miden tres o cuatro números más que el talle justo. Siempre que podía, nuestro protagonista andaba dando vueltas por ahí y por allá haciendo monstruosidades.

Hacía rato que Florilindo ya no iba a la escuela. La última vez que lo vieron por allí, fue el día del estudiante del año 10.895. Ese día, llegó a la escuela con el único objetivo de repasar la tabla del nueve. Al verlo llegar, todos los chicos y chicas se escondieron debajo de los pupitres mientras las maestras, se subían sobre los escritorios y se agarraban las pelucas rubias y pelirrojas.

De nada le sirvió a Florilindo pedirle permiso a la Vice para quedarse en segundo grado medio año a estudiarse de memoria la tabla del nueve. Ella misma le dijo seriamente que no hacía falta dedicarle tanto tiempo a una cuestión tan simple, Seguidamente, mandó al monstruo a la dirección para que la Dire le dé la solución que necesitaba. Ella, muy seria como toda Directora, le dijo: “la del nueve es igual que las del uno al ocho dadas vuelta con el único agregado de nueve por nueve que dado vuelta, también es nueve por nueve; es decir, ochenta y uno.” Así pasó el día en el que Florilindo, volvió a la escuela.

Otro día, Florilindo, el monstruo bueno, no sabía qué hacer así que se fue hasta el Lago de Palermo a ver si veía alguna rana. Cuando llegó vio que en el medio del lago estaba Claudia, la rana mala. Ella era la peor de todas las ranas porque quería que todas las ranas de Palermo la obedezcan. En Palermo, todos sabían que Florilindo era feo pero bueno; así que nadie salió corriendo al verlo, ni se escondió. Ni siquiera la rana Claudia que cuando vio llegar al monstruo se acercó para saludarlo diciendo:

- ¡Hola! ¿Cómo anda el monstruo más lindo del mundo?

Florilindo sabía que la rana Claudia era la peor de todas porque lo había leído en el diario de las ranas y porque una vez, mientras navegaba en Internet había visto una denuncia contra Claudia en la página de los Sapos Unidos del Lago. Estando prevenido, el monstruito le dijo a la rana:

- Yo seré bueno pero soy un monstruo. Yo seré bueno pero no como vidrio, así que no vengas a chuparme las medias.

- De ninguna manera. Es que no es común que un monstruo venga por Palermo. Aquí sólo estamos los mejores, los elegidos, la crema de la sociedad.

- ¡Yo te voy a dar a vos crema de la sociedad! ¡En salsa de champiñones a la crema te voy a morfar! Entonces, Florilindo cazó a la rana metiéndola en una bolsa y salió corriendo rumbo a Villa Pueyrredón.

Una vez allí, fue a visitar a su amigo Miguelito el chiquitito. Chiquitito el Miguelito tenía un restauran cuya especialidad era entre otras: “ranas a la crema”.

Como Chiquitito no estaba, Florilindo lo esperó repasando la tabla del nueve mientras la rana Claudia desde la bolsa gritaba y lo amenazaba con denunciarlo ante el Jockey Club de las ranas. Pero Florilindo se re enojó y se fue a la cocina para empezar a cocinar a la rana con crema. Él mismo la adobó con escabeche.

Al rato cayó Miguelito y lo ayudó a comerse a la rana Claudia. De postre, se comieron a unos poligrillos con dulce de leche. Miguelito y Florilindo charlaron hasta las cuatro de la mañana mientras un coro de ranas de Palermo cantaba la canción de la libertad de las ranas contentas porque Claudia ya no las molestaría jamás.

Autor: Lic. José Antonio Gómez Di Vincenzo
Ilustradoras: Belén Ortega y Rocío Ortega

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